Las doce de la mañana y Sofía aun estaba tirada en la cama, pero no dormía. Tan solo pensaba, tal vez cosas sin sentido. Eran fragmentos de conversaciones medio reales, medio ficticias. Ya dudaba de lo que realmente había pasado y de lo que era parte de su imaginación. Deseaba que los gritos se fuesen de su cabeza y los abrazos permaneciesen, pero lo peor siempre se sobrepone.
Lentamente se levantó, primero asomó un poco la pierna por el borde de la cama y después, con un impulso, consiguió ponerse en pie. Fue caminando hasta la cocina sin casi levantar los pies del suelo. Mientras calentaba un poco de leche al fuego, cogió el teléfono y marcó un número.
- ¿Si? - dijo un hombre al otro lado del auricular
- Soy yo
- No me puedo creer que me estes llamando. ¿Crees que quiero hablar contigo?
- Eso esperaba - dijo ella casi susurrando
- Sofía...
- Lo siento, - contestó antes de que él pudiera seguir la frase - se que fui muy egoista, pero no estaba pensando realmente lo que hacía.
- Pues la culpa es toda tuya.
- Deberías entenderme
- Pues no, no te entiendo. Y tal vez ni siquiera intente entenderte. - alzó la voz
- Ahora el egoista eres tú.
- Mejor no me vuelvas a llamar. Cuando cambies de idea, directamente ven a verme.
- Iré, pero antes... - Sofía vió como la leche se desbordaba del cazo - ¡Mierda!
- ¿A ti qué te pasa ahora?
- Espera
- ¿Encima tengo que esperar? Adios, Sofía. - colgó
- ¿Marcos? ¿Marcos? - oyó como el teléfono comunicaba.
Desesperada, apagó el fuego y tiró la leche por el fregadero. Se sentó en el suelo. Pegó un gritó al mismo tiempo que lanzaba el teléfono por los aires, haciendo que las pilas salieran volando a diferentes puntas de la habitación. Se quedó allí sentada llorando y todavía pensando.